Recuerdo que cuando era pequeña mi padre solía amenazarme con el hombre del pasamontañas. Decía que me mandaría con él si no hacía esto o si no hacía lo otro. El hombre del pasamontañas pasaba por nuestra calle todos los días a última hora de la tarde. Iba montado en la parte trasera de un camión que despedía un hedor insoportable. Paraba junto a cada uno de los contenedores verdes que se distribuían a ambos bordes de la calzada entre coches, farolas y árboles. Le llegué a coger tal pánico que un día que apareció sorpresivamente a la vuelta de una esquina, me solté de la mano de mi madre y salí corriendo, cruzando sin mirar la avenida de la que veníamos. El coche que me atropelló no iba demasiado rápido y apenas me hizo daño. Eso sí, conseguí que mi madre me explicara quien era ese dichoso hombre del pasamontañas, el servicio que prestaba a la sociedad y cómo tenía que lidiar con nuestra basura.
También me acuerdo de los largos paseos que daba con mi padre cuando empecé a verle más por casa. Eso fue a partir de una noche que no pude dormir. Daban las cinco en el reloj del salón del vecino y mi mamá seguía gritándole. Entendía pocas palabras porque con sólo seis años aún no me habían enseñado los tacos. Le llamó inútil y desgraciado y le dijo que ya podía robar un banco porque ella no iba a darle de comer. Cuando pregunté a mi padre, me dijo que había crisis y yo no entendí qué era eso de crisis. Luego me confesó que no tenía trabajo y tampoco entendí qué quería decir con eso. Empezó a llevarme a sitios de la ciudad a los que nunca había ido con mamá. A mí me parecían feos pero papá me llevaba siempre a los mismos. Hablaba con gente rara y le daban bolsas que metía en mi mochila. Nunca me dejó ver su contenido. Por las noches, después de mandarme a la cama y darme un beso de buenas noches, se iba a la calle. Recuerdo que por entonces mis amigos más amigos, Pedro y Sara, dejaron de venir por casa. Ni siquiera vinieron a mi cumpleaños. Sus papás les apartaban de mí a la salida del colegio. Una mañana, cuando mamá me estaba vistiendo para el cole, llamaron a la puerta, no al timbre, a la puerta. Parecía que la fueran a echar abajo. Mamá miró por la mirilla y abrió. En el portal esperaban unos señores con pasamontañas vestidos de azul oscuro. Uno de ellos saludó a mi madre y pidió por favor que le llevase hasta mi padre. Aquel día se llevaron a mi padre y no volví a verle hasta mucho después. Pero siempre supe sin que nadie me lo explicara quiénes eran esos dichosos hombres del pasamontañas, el servicio que prestaban a la sociedad y cómo tenían que lidiar con nuestra basura.
Zantonio
Londres, abril de 2010 |
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