La vida en obras


LA VIDA EN OBRAS


Durante uno de mis escasos viajes en soledad, asistiendo a un momento para mí único y probablemente -no, seguro- irrepetible, sin una cámara a mano, mi sonrisa de idiota desapareció. Enturbiado mi entusiasmo inicial por una desconocida sensación de vacío, ya sólo podía pensar en la desesperación de no haber compartido aquel momento, ni siquiera en diferido y enlatado, con aquellos que me ayudaron a llegar hasta allí y que en ese momento se encontraban a miles de kilómetros de mí. After but before quiere reparar en parte este eterno sentimiento de culpa del viajante, compartiendo documentos fotográficos, vídeos, ideas, textos, relatos...Cada uno conforma una pequeña viga, un ladrillo, un gramo de argamasa de un edificio a medio construir que difícilmente quede concluso.

Espero que lo disfrutéis


Zantonio

martes, 18 de enero de 2011

Un patito en la ciénaga

-          Dios, qué guapa estás, jodía. Lo único, practicar un poco con estos tacones y no me mato en el cóctel. Menuda vergüenza si no. ¡Paaasa!. Hola Papá.
-          ¿Quién te lleva?
-          Unos del plus, les sobra una invitación a última hora.
-          ¿Y el Christian Dior este?
-          Me lo han prestado
-          Mira que es bonito. ¿Pero no enseñas demasiado?
-          Papá, por favor.
-          No, hija, si estás preciosa, dejas poco a la imaginación, pero si es así…
-          No quiero desentonar Papá. Es un cóctel con mucho glamour.
-          ¿Estarás bien?
-          No creo que sea mi ambiente, pero conoceré gente importante.
-          Lo uno por lo otro, ¿no? Ten cuidado con esa gente
-          No te preocupes, todo irá bien.
-          Te esperaré levantado.
-          No hace falta papá, duerme tranquilo.
Pero Javier no puede quedarse tranquilo. No ahora que sólo le queda Ainhoa.

Ainhoa y sus veinte añitos caminan frágiles sobre las agujas de los Jimmy Choo heredados de su mamá. El vestidito negro con volantes de Dior apenas alcanza a cubrir el liguero que su padre no sabe que lleva. Lencería barata pero que da el pego. Maquillarse le llevó apenas media hora. No lo necesita en realidad. El pelo rubio recogido en un moño a lo Kim Novak-Madeleine para llamar la atención de los buitres disfrazados de pingüinos. Sara le ha prometido ser su guía espiritual y presentarla en sociedad.
-          Ven que te presento, Lucía. Mira, este es mi amigo Torrado, de producciones Torrado. Emilio, esta es Lucía, de la que te hablé.
-          Ay, hola, encantada.
-          El gusto es mío, Lucía. ¿Quieres tomar algo?
Torrado es un hombre mayor, de barba canosa y genéticamente alopécica que intenta disimular su más que incipiente papada cincuentona. Se muestra muy educado, pero algo en sus ojos le crea inquietud a Lucía, para ellos Lucía. Intuye su mirada fiscalizadora recorriendo su cuerpo. Ella trata de aparentar normalidad pero cuando Torrado se ve sorprendido por su mirada, sonríe nervioso cual político desconcertado por una pregunta insidiosa.

-          Emilio, te tengo una que promete. La hemos invitado esta noche.
-          Ya sabes cómo me gusta, Sara.
-          Esta acepta…y es un bombón, ya verás.

Ainhoa comprueba que la puerta del Audi está cerrada por dentro. No se siente muy a gusto con aquel hombre haciéndole insinuaciones. No le atraen los hombres mayores, le asustan. Emilio Torrado es más mayor que su padre. No entiende cómo ha llegado hasta aquí. Se suponía que iban a Bataplán, pero ya no, el chófer ha parado por orden de Torrado enfrente de Zurriola. Hay mucha oscuridad. Puede oír cómo la respiración del canalla se acelera mientras posa la mano en la que lleva la alianza sobre uno de sus muslos. Está tan sorprendida que no puede moverse. Mira al frente y aguanta. La mano ya llega al liguero. Qué suave eres. ¿Sabes qué eres preciosa, Lucía? No sabe si es el alcohol o esos susurros, Ainhoa siente náuseas. Acaricia su entrepierna por encima de sus bragas, buscando con el dedo corazón un resquicio por el que entrar. Ainhoa sujeta su mano y le mira a los ojos. Torrado respira más fuerte aún para tomar aire y asalta los labios de Ainhoa mientras aparta con violencia su mano, neutralizando tan débil resistencia.

Nueve gongs de campana en el reloj de salón del vecino. Esperando, Maltumbado en el sofá, Javier abre un sólo ojo. Lo cierra rápido porque le molesta la extrema claridad. Es un día de cielo azul como pocos en San Sebastián. Los volantitos del Dior apenas asoman detrás de una roca recóndita de Biarritz. Torrado y mujer leen en silencio la hora larga de coche hasta Vitoria. Les han dicho que Gorka tiene los mismitos ojos verdes que su abuelo.

Zantonio


Atrapada. Ensayo 2002


sábado, 15 de enero de 2011

Trocitos de cielo

Cuenta la leyenda que los relámpagos no sólo alumbran el campo en las noches de tormenta. Cada descarga envía a la tierra un trocito de cielo, pero lo hace con tanta rabia que da miedo. Un trocito de cielo en sí no sirve para nada, es una pelusa blanca, como el diente de león, como un mechón de lana virgen enredado en una zarza. Cuando acaba la tormenta, cuando los trocitos de cielo se secan y el viento se lleva las nubes, emprenden su viaje a ninguna parte. Y cuando el sol brillante de otoño calienta con moderación el campo, los trocitos se transforman como crisálidas, se abren y multiplican su tamaño y toman forma humana. Y esos trocitos de cielo con forma humana adquieren conciencia de su misión en la Tierra y viajan a las ciudades. Allí buscan un empleo y se relacionan con otros humanos. Esos otros humanos les cuentan sus problemas y los trocitos de cielo siempre saben cómo ayudar. Y como héroes de película de John Ford buscan un nuevo humano que les cuente sus problemas y se abastecen de la necesidad y de la desesperación. Y al tiempo que les alimenta, les agota. Y entonces, cuando ya no pueden acercarse a nadie más, regresan al bosque y esperan que una nueva tormenta alivie de un puñado de infelicidad a este mundo.

Zantonio


Brienz 10 de agosto de 2010


jueves, 30 de diciembre de 2010

Con las manos

Cualquiera diría que sólo son un gracioso apéndice con cinco gusanitos articulados. De un lado, abiertos como anémonas se extienden nuestros dedos con sus uñas que les dan aspecto de percebes rosados y con los nudillos, esas arruguitas prematuras que dan miedo cuando se disipan en el puño. Del otro lado, cicatrices premonitorias que cualquier día de estos aciertan y yemas chivatas que te echan de menos.
Con las manos nos nacen al mundo, las manos nos ponen en contacto íntimo y húmedo con él, las manos nos confirman desde bebé la existencia real de una imagen rara y voluble que nos devuelve el espejo, nos defienden o nos matan, nos aman o nos odian, nos ayudan o nos vetan, rompen o arreglan, acercan o alejan, insultan o animan, cargan o aligeran, disparan y curan, abren y cierran, compran o venden, crean música o molestan, tocan las palmas o chascan los dedos, acarician o rascan, hacen sufrir o disfrutar.

¿¡Qué sería del Mundo sin tus manos!?

Zantonio

domingo, 24 de octubre de 2010

Leyendas que me cuento

Yo tengo mis propias versiones, no quiero las que me cuentan. Quiero imaginar que un mar debe su nombre a aquel pobre espantapájaros enamorado de la bella primogénita del poderoso Señor de Belem, nadando hasta su dispersión al rescate de la ninfa, presa por orden de su estricto padre en la Torre a orillas del Tajo.
Y en vez de creer la prosaica explicación científica sobre la formación de la calzada de los gigantes, o creerme su leyenda, adivinar que aquellas columnas no son basálticas sino de kriptonita y volver a soñar que floto a dos palmos del suelo. Cuando estoy a punto de rozarlo, remonto el vuelo y avanzo siguiendo la tenue línea imaginaria de luces que forman los faros de los automóviles en procesión. Desciendo cansado y me acerco a una ventana que rompe la noche con un insignificante resplandor y él me mira desde la cama y entonces pierdo el equilibrio y desaparezco antes de caer y herirme.
Me gustan mis versiones porque puedo estar en ellas o meterte a ti si me lo pides.

Zantonio

Valladolid Julio 2010

viernes, 22 de octubre de 2010

Los hombres del pasamontañas

Recuerdo que cuando era pequeña mi padre solía amenazarme con el hombre del pasamontañas. Decía que me mandaría con él si no hacía esto o si no hacía lo otro. El hombre del pasamontañas pasaba por nuestra calle todos los días a última hora de la tarde. Iba montado en la parte trasera de un camión que despedía un hedor insoportable. Paraba junto a cada uno de los contenedores verdes que se distribuían a ambos bordes de la calzada entre coches, farolas y árboles. Le llegué a coger tal pánico que un día que apareció sorpresivamente a la vuelta de una esquina, me solté de la mano de mi madre y salí corriendo, cruzando sin mirar la avenida de la que veníamos. El coche que me atropelló no iba demasiado rápido y apenas me hizo daño. Eso sí, conseguí que mi madre me explicara quien era ese dichoso hombre del pasamontañas, el servicio que prestaba a la sociedad y cómo tenía que lidiar con nuestra basura.
También me acuerdo de los largos paseos que daba con mi padre cuando empecé a verle más por casa. Eso fue a partir de una noche que no pude dormir. Daban las cinco en el reloj del salón del vecino y mi mamá seguía gritándole. Entendía pocas palabras porque con sólo seis años aún no me habían enseñado los tacos. Le llamó inútil y desgraciado y le dijo que ya podía robar un banco porque ella no iba a darle de comer. Cuando pregunté a mi padre, me dijo que había crisis y yo no entendí qué era eso de crisis. Luego me confesó que no tenía trabajo y tampoco entendí qué quería decir con eso. Empezó a llevarme a sitios de la ciudad a los que nunca había ido con mamá. A mí me parecían feos pero papá me llevaba siempre a los mismos. Hablaba con gente rara y le daban bolsas que metía en mi mochila. Nunca me dejó ver su contenido. Por las noches, después de mandarme a la cama y darme un beso de buenas noches, se iba a la calle. Recuerdo que por entonces mis amigos más amigos, Pedro y Sara, dejaron de venir por casa. Ni siquiera vinieron a mi cumpleaños. Sus papás les apartaban de mí a la salida del colegio. Una mañana, cuando mamá me estaba vistiendo para el cole, llamaron a la puerta, no al timbre, a la puerta. Parecía que la fueran a echar abajo. Mamá miró por la mirilla y abrió. En el portal esperaban unos señores con pasamontañas vestidos de azul oscuro. Uno de ellos saludó a mi madre y pidió por favor que le llevase hasta mi padre. Aquel día se llevaron a mi padre y no volví a verle hasta mucho después. Pero siempre supe sin que nadie me lo explicara quiénes eran esos dichosos hombres del pasamontañas, el servicio que prestaban a la sociedad y cómo tenían que lidiar con nuestra basura.

Zantonio


Londres, abril de 2010

jueves, 21 de octubre de 2010

Proyectos

Cabíamos en una caja de cartón, veníamos a cenar al comedor social, dormíamos cuatro horas como mucho. A veces nos despertaba una patada, otras el frío húmedo de un camión cisterna, y las más uno de la basura. Éramos felices, nos teníamos el uno al otro. Pero un día ella ya no quiso levantarse. Toqué su rostro rígido y azul. Le llamé por su nombre y no me contestó. Había caído una fuerte helada, el agua de la fuente de Neptuno caía en cuchillos que esperaban su momento de herir. Lucía hibernaba. La dejé en su osera y bajé al Metro a calentarme. A media mañana, cuando regresé, ya no estaban ni Lucía, ni los cartones. Tragué orgullo, como todos los días desde hacía cuatro semanas, y extendí la mano rezando por lo bajini una procesión de lamentos, como había visto hacer a otros. Cuando reuniera lo suficiente, haría un tremendo viaje.

Zantonio



Camden Road (Londres septiembre 2006)
 

Surcos

¿Has probado a cambiarte de surco?
Cuanto más arriba, más arenosa es la tierra y se hace más difícil avanzar.
Pero si has metido en tus bolsillos la tierra apelmazada, rica en arcilla que había unos pasos más atrás, mezclada y compactada con la arena creará una superficie inquebrantable por la que transitar.
¿Pero has probado a cambiarte de surco?
Siempre hay un surco irregular, torcido y encrespado con respecto a los otros, rematado en un meandro que acota la linde. Es un surco imprevisible y travieso, por lo general roto por las huellas de un inmenso neumático de tractor. Y sin embargo, a pesar de todo, las plantas crecen también en él…y ninguna quiere cambiarse de surco.

Zantonio

Santibáñez de Valcorba Mayo 2010

miércoles, 20 de octubre de 2010

La cara del pueblo

Yo nací rubio. Tenía una nariz grande, guardaba buena proporción con el resto de mis facciones, pero era grande. Los ojos un poco hundidos por la mañana y más bien saltones cuando llegaba la noche. Las cejas, cómo decir las cejas, bien perfiladas, separadas, castañas en invierno y rubias en verano. La boca con una leve inclinación hacia la derecha, quizás por ese torcer la boca en señal de escepticismo que empezó siendo un gesto consciente y acabó en reflejo. Labios grandes, carnosos, mamíferos, color rojo sangre y siempre húmedos. Mentón partido, no tanto como el de Cary Grant, pero casi.

Y era así hasta ayer. La espuma de afeitado mantuvo el suspense durante unos segundos, pero al retirarla apareció mi nuevo rostro. Un poco viejo, pensé, alopecia importante, ojos de un miel turbia poco acogedor, orejas alargadas, pesadas, hinchadas de años, defectuosas y fuera de garantía…como todo lo demás. No fue ninguna sorpresa, esperaba que sucediera, solo que no sabía cuándo. Si no supiera que soy yo, diría que quien se refleja en mi espejo es la panadera. Sí, porque Marina tiene una pequeña cicatriz en la mejilla del mordisco del Sansón, su perro mastín al que tuvo que sacrificar por agresivo. No, Marina no es gemela de la panadera, ni siquiera son hermanas. Simplemente ya tienen la cara del pueblo. Como yo.

Southbank Londres Abril 2010
Zantonio