Cuenta la leyenda que los relámpagos no sólo alumbran el campo en las noches de tormenta. Cada descarga envía a la tierra un trocito de cielo, pero lo hace con tanta rabia que da miedo. Un trocito de cielo en sí no sirve para nada, es una pelusa blanca, como el diente de león, como un mechón de lana virgen enredado en una zarza. Cuando acaba la tormenta, cuando los trocitos de cielo se secan y el viento se lleva las nubes, emprenden su viaje a ninguna parte. Y cuando el sol brillante de otoño calienta con moderación el campo, los trocitos se transforman como crisálidas, se abren y multiplican su tamaño y toman forma humana. Y esos trocitos de cielo con forma humana adquieren conciencia de su misión en la Tierra y viajan a las ciudades. Allí buscan un empleo y se relacionan con otros humanos. Esos otros humanos les cuentan sus problemas y los trocitos de cielo siempre saben cómo ayudar. Y como héroes de película de John Ford buscan un nuevo humano que les cuente sus problemas y se abastecen de la necesidad y de la desesperación. Y al tiempo que les alimenta, les agota. Y entonces, cuando ya no pueden acercarse a nadie más, regresan al bosque y esperan que una nueva tormenta alivie de un puñado de infelicidad a este mundo.
Zantonio
Brienz 10 de agosto de 2010 |
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